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Foto del escritorManuel Espejo

Morir: mi reflexión sobre el inevitable final.

Actualizado: 17 sept 2020

Por Manuel Espejo. Humano y músico.

 

Morir, entregar el equipo, estirar la pata, fenecer, fallecer, colgar los guayos o los tenis, fetecuarse[1], cuetiarse[2], descansar en paz, endijuntarse, irse para el otro mundo, pasar a mejor vida...

Ha de ser porque el dulce Tánatos ronda hoy orondo por todos lados, vestido de una horrible neumonía china, que hoy le dedico estas letras para exponer mis reflexiones personales sobre el momento en que ojalá él, y no sus hermanas las Keres, me toquen[3].

Ilustración 1: Escultura del siglo IV a. C. que quizá represente a Tánatos. Procede del templo de Artemisa de Éfeso y se expone en el Museo Británico. Fuente: Wikipedia.

Todos le tememos o le hemos temido a la muerte. Puede ser esa la razón por la que no la llamamos por su nombre, sino que procuramos suavizarla con sinónimos y palabras rebuscadas. Se nos ha enseñado que es lo peor que le puede pasar a alguien, tanto así, que en muchas sociedades aún es utilizada como el castigo máximo. Temer a esa horrible sensación de que todo lo que se vivió, se vio, se disfrutó y se sufrió va a terminar en una eternidad de nada, ha dado lugar (por fortuna) a monumentos inigualables en todas las artes, en las que encontramos desde los mausoleos inigualables como las Pirámides de Egipto y sus atractivos misterios, la tumba de Qin Shi Huang y sus soldados de terracota, el Taj Mahal o las tumbas de notables en las catedrales góticas por toda Europa; hasta los abrumadores paisajes sonoros de los “réquiem” o misas de difuntos de todos los compositores clásicos de la música occidental; pasando por todo tipo de poesía y música de corte elegíaco en todas las culturas del orbe.


Sin embargo, ese temor también ha sido —por desgracia— el alimento de las religiones, pues ha sido la semilla de varias de sus incontables mitologías. En el antiguo Egipto, Anubis pesaba el corazón del fallecido en una balanza, contra la pluma de Maat, ante 42 dioses para que Osiris dictaminara si regresaría a su cuerpo (ya momificado) para vivir eternamente en los campos de Aaru, si fue “justo”, o será devorado por Ammyt, para sufrir la segunda muerte si no lo fue. En la cultura Muisca, el difunto se iba al centro de la tierra a seguir viviendo para siempre y de la misma forma que lo hacía en la superficie, por lo que los notables eran sepultados con sus esposas y sirvientes. De forma similar, los cristianos esperan resucitar, y los hindúes ansían reencarnar... En todas esas ideas gobierna el temor al final, de ninguna manera se acepta que cuando cesan las funciones vitales todo lo que somos acaba también y se inventan un mundo y una vida posteriores.


Ilustración 2: Ritual del Pesado del Corazón por parte de Anubis, Sortilegio 125 del Papiro de Ani Libro de los Muertos. Fuente: Wikipedia

Por supuesto, pretender que dominan lo que sucederá después de ese final ha sido también la forma de chantaje y coerción de todas las religiones, ya que se reservan el derecho de juzgar qué pasará con cada uno de nosotros en ese supuesto después, según vivamos o no de acuerdo con sus reglas. De alguna forma, como leí hace muchísimos años, en mi tierna preadolescencia, en el libro “Ilusiones” de Richard Bach (el del famoso “Juan Salvador Gaviota”), las religiones “venden seguros de vida para después de la muerte”.


Personalmente, puedo decir que hacerme consciente de que, como cualquier otro organismo, no tengo otra opción sino morir algún día, y que absolutamente nada más va a pasar conmigo cuando esto suceda, me quita un gran peso de encima. ¡Y es un peso muy grande, considerando cuánto puede pesar una eternidad!


Por ejemplo, una vez muerto no voy a sentir la angustia de no ver ni abrazar más a mi esposa, a mis padres, a mis suegros, a mis animal-hijos, a mis hermanos, a mis cuñados o a mis amigos, no tendré un cerebro necesitado de la oxitocina que me produce verlos. Tampoco lamentaré que no vaya a tener la emoción de aprender, ver y vivir visitando nuevos lugares, o asistiendo a nuevos conciertos, obras, o eventos importantes de la historia futura, pues luego de que muera no tendré neuronas que almacenen esas vivencias ni un cuerpo que goce las múltiples sensaciones que entraña cada viaje y cada aprendizaje. No importará si logré por fin o no saltar en paracaídas o conducir un carro de carreras, no tendré riñones que produzcan la deliciosa adrenalina para gozarlo. Por eso procuro, en la medida de lo posible, hacer todo eso ahora, mientras disponga de mi cuerpo.


¿Y qué decir de mi “alma inmortal”? Por fortuna, dejó de preocuparme también. Una vez que deje de haber producción y tránsito de señales electroquímicas en mi tallo cerebral, hasta ahí hubo “alma”. Luego, no es inmortal. Todos mis actos y la moral detrás de cada uno de ellos quedarán simplemente en la memoria de quienes siguen vivos y tuvieron contacto conmigo, pero nada más. Ya que estoy plenamente seguro de que no me “iré” a ningún paraíso ni a ningún infierno, hago lo que esté en mi poder para que mi día a día sea un paraíso y que lo sea también para quienes tienen que ver conmigo, así sea de la manera más indirecta.

Ilustración 3:Primera imagen publicada de un electroencefalograma (diciembre 1929). Hans Berger - Berger H. Über das Elektrenkephalogramm des Menchen. Archives für Psychiatrie. 1929; 87:527-70. Fuente: Wikipedia.

Vale decir que no he dejado de temerle del todo a la muerte, ni más faltaba. Temo a la muerte de mis seres queridos, o más bien, temo al hecho de que algún día, inevitablemente, tendré que enfrentar la vida sin ellos y todo lo que le aportan a mi existencia. En cuanto a mi propia muerte, le temo más bien al proceso, al momento. A lo que puede realmente afectarme mientras estoy vivo. ¿Qué tanto me va a doler? ¿Cuándo dolor producirá a los que tienen a bien prodigarme su afecto? ¿Cuánto va a durar? ¿Será el toque plácido de Tánatos o el fragor penoso y sangriento de una Ker? La única forma de contestar a esas preguntas es muriendo, y después de eso, lamentablemente, no habrá quién transmita a ustedes mis hallazgos. Así que no vale la pena, mejor dejémoslas ahí, quieticas.

 

[1] Del simpático dialecto rolo de los años 70 – 80, hoy prácticamente en desuso. Hacía referencia a Manuel Vicente Fetecua, empresario especializado en demoliciones técnicas. [2] De “cuetiar” o “cuetear”, término usado especialmente en Centroamérica con el significado de “disparar un arma de fuego (cuete)”. [3] En la mitología griega, Tánatos es el encargado de la muerte plácida y en general no violenta, que toca suavemente a quien finaliza sus días, mientras las Keres, sus hermanas, son las encargadas de las muertes en batalla y de forma extensa de las muertes violentas.

 

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